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A Don José Baró Quesada, el de toda la vida. – «Semblanzas”

A Don José Baró Quesada, el de toda la vida.

Te voy a contar una historia que aconteció ya hace casi quinientos años, quince antes de que Felipe II nombrara a Madrid capital del reino en el que nunca se pone el sol.
Todo transcurrió en una posada situada en lo que fue la antigua muralla árabe, justo en lo que hoy es el palacio Real y cuyo nombre era El Dragón.
Por aquellos entonces el tránsito entre el sur y la tierra del Manzanares era paso casi obligado, a excepción de los que marchaban desde el oeste de Andalucía en dirección Asturias, Zamora, León, Salamanca o Galicia, por lo que a pesar de no ser una población con mucho bullicio, los que la habitaban tenían mucha vida, aceptando a todos los transeúntes como si allí hubieran nacido. De hecho, salvo los villanos y demás delincuentes, nadie se sentía forastero. Éste es uno de los motivos por los que el hijo de Carlos I seleccionó esta villa como idónea para tan importante futuro y responsabilidad.
Eran años duros, en los que los españoles se batían casi por todo el mundo, desde las Américas y Asia hasta Europa, donde los ingleses no nos dejaban vivir en paz y las amenazas constantes de los franceses, turcos, luteranos, calvinistas, altos funcionarios, iglesia y demás cortesanos, no facilitaban las tareas de nuestro regidor. Si no eran galernas que nos hundieran barcos, eran los ingleses y si no los turcos, berberiscos y demás saña.
Esta anécdota que hoy te entrego con gran placer lo hago, y por tanto deseo que prestar, prestes la atención debida, pues si no lo haces no sabrás de qué va la partida. Has de saber que para entender en el tiempo tendrás que desplazarte, y que a medida vaya narrando los sucesos de aquél hermoso día de primavera, la pluma irá según le venga en gana, unas veces bien y otras con verso o sin él, irá tirando de la marrana.
Corría el año mil quinientos cuarenta y seis de nuestro señor, cuando una tarde de radiante sol iluminaba el más bello rostro jamás visto en todos los reinos, los que existían, los que tenían que venir y los que vendrán, pues jamás se vio nada igual en esta tierra que de ninguno es y de la que todos nos apropiamos. Caminando por lo que hoy es la plaza de Lavapiés, iba paseando un caballero español, ¡hidalgo por cojones!, eso decía él y que respondía al nombre de José Baró Quesada, de los de toda la vida. Aquel ilustre soldado de Dios, aparte de su tizona y el quitapenas, también era diestro y siniestro en verbo, pluma y experiencia. Descendiente directo de él es el marqués de Alféizar, que aún vive en estos tiempos y que su justa presencia emana la galantería de su ancestro, así pasa, siempre hay a mano un bocadillo, si no es de jamón, será de caballa, pero que no falte, el apetito es lo que es, una necesidad virtualmente sagaz que viene y se va.
Como te decía, el experimentado y oriundo paseante iba caminando con la vista perdida en la belleza del paisaje, hablando consigo mismo, o a saber con quién, el caso es que lo hacía y así en voz alta transmitía todo lo que por la cabeza le pasaba, a veces eran frases que nadie entendía, pronunciadas en latín, griego, arameo, turco, árabe e incluso en madrileño. Por entonces no existía, pero utilizaba ciertos chascarrillos y entonaciones que fueron mejorando en sonidos y hoy, aún en los tiempos que corren, se hablan en los Carabancheles, Usera, Oporto, Opañel, Rivera de Curtidores, Manzanares, Cuatro Caminos, en fin, en las zonas más castizas de la actual capitanía.
Perdido como iba, mirando al frente sin saber lo que veía o cruzaba por delante de sus napias, no veía ni tan siquiera a sus nichis de siempre, compañeros en las buenas y en las maduras, y ahora casados y a las órdenes de sus contrarias, y es que el tiempo todo lo cambia, a los honrados los torna en pringosos y a estos, en gentes de bien. ¡Qué vueltas da la vida!, antes solteros de buen pecio y ahora en el tajo por falta de talegos. Así son las cosas, unos hidalgos de por vida, y otros calzonazos hasta el último aliento, que si de alares, pañosa y limpia se trata, todo es negociable hasta que lo dice el que mata, pero…, como no hay mujer que no guste de un buen gabán y de su pasta, y sin estos pares no hay piltra para alojar la húmeda y esto, ¡esto sí que no!, faltaría plus.
Urdido en su mundo andaba, ilustrando nuevas formas el verbo, y otras de pluma, lo que decía jamás lo escribía y lo que plasmaba siempre quedó algo desierto de ciertas experiencias amenas y muy discretas, lujuriosas, atrevidas, hasta donde llegue la fantasía, y los ojos, si no entraba por ellos, ná de ná, y así pasó, andaba a sus anchas, marcando el paso como sólo hace un caballero, untado en la entereza de sus formas, de las que hacen de referencia de otros que siguen o persiguen el mismo camino, el del galán que consigue todo lo que pide…, ¡sí!, el codiciado jergón, sin más que aderezando con suavidad y dulzura cálidas palabras que describían con tanta precisión que los artistas de pinceles dejando volar su imaginación plasmaban las majas tanto mejor que teniendo el mejor modelo a dos metros de distancia.
Arriba y luego abajo, andando y desandando la tirada hasta que el cielo se abriera y por fin le diera la divina inspiración que de nuevo le permitiera seguir amando con pasión, sin más historia que sus propios relatos, los secretos que de alcobas tenía y por ser quien era, nadie más que él conocía, cuando sin saber ni cómo ni donde, por qué o de qué manera, vio la luz…, la de su añorada estrella, aquella que soñando día y noche, e incluso trasnochando y versando a otras, él percibía a su lado, como fiel compañera de su melancolía, la del fiero soldado que entregado a las justas, siempre dejaba el campo desolado de sudor y fielmente preparado para otra como la noche anterior.
Radiante era el día y ardiente su melancolía. Visto lo que pudo asimilar, sintió sus fuerzas desfallecer y no era para menos. Piernas largas y firmes, tobillo estrecho, culo perfectamente hecho, senos apuntando al cielo, largos dedos, piel de terciopelo, cabello largo castaño oscuro o claro, o negro o ¡yo que sé! El destello de su áurea no le permitía ver más que dentro de sus grandes luceros, oscuros de deseo, del suyo y de su antojo que por ella, si falta hiciera, quedaría hecho un puñetero despojo.
Tan excepcional fue la impresión que por primera vez no hubo nada que decir, sólo un balbuceo, el resultado de su deseo y del más firme propósito de expresar tan desmesurada y perfecta belleza sin nada que poder decir. ¡Rediós!, mudo quedó ante tanta armonía, serenidad y fresca desenvoltura, tanto como los primeros días de primavera, del rocío que el campo regaba, de esas millones de gotas que siendo todas parecidas, ninguna eran iguales y mira por dónde, caprichos del destino, él que casi todas conocía, delante y sin avisar se le había puesto la más grande y brillante del altar, la diosa de la vida del que está dispuesto y resuelto a morir en lidias de placer y malvasías, tempranillo, cabernet, albariño, garnacha, somontano, cariñena, cencibel y chardonnay si falta hiciera, con o sin aguja, que para estos lares lo primero era aquella bella granuja por la que perdido había la palabra, la honra y lo que falta hiciera, desde la mañana hasta el amanecer, tantas y tantas veces como necesarias fueran duras batallas, entre copas y victoriosas derrotas.
Cuando al final y después de duros intentos consiguió formular algún sonido, de golpe salió todo lo que antes había solo para él ensayado, con una lustrosa, serena y majestuosa reverencia, soltó las primeras palabras de los Madriles de hoy, las chulapas, y los guapos.
Sólo puedo inclinarme ante semejantes vielas, porque os miro los arcais y ganas me dan de besar vuestra muy, darle un buen azote a ese ruler tan bien puesto y quedarme con vuestra húmeda de por vida, ¡qué limones!, que aquí la jeta…, ya la pongo yo, y si no os basta, en el suelo pongo a vuestra disposición la chupa y lo que haga falta, para que sigáis flotando en mi imaginación sin tocar el suelo hasta que este menda os haga ja, con o sin autorización de la contraria. Si fuere necesario demostrar mi valía en los fogones, en la piltra o por cojones, hasta bocadillo os hago de caracoles, pero sin cáscara, vuestra merced bien lo merece, esto y si fuere menester la guerra con Flandes.
Aquellas palabras de prosa no conocida hasta entonces, destrozaron el parapeto y escudo de tan bello y duro corazón cayendo en tan gentiles manos sin resistencia oponer, yendo como una marioneta a donde fuera menester, pero siempre de la capa de aquel arcabucero de puntería concisa y exacta, la del experimentado matachín que de un simple movimiento penetra hasta dejar al vivo sin aliento.
Esta es la historia del por qué ciertas plazas y calles se llaman como se llaman y el motivo de tan extraordinaria arquitectura, en honor y gracias a aquél golpe de inspiración de un caballero español que enamoró hasta la médula a tan increíble doncella. El Camino pasó a ser de Cuatro, el Dragón a Real Palacio, la Vía que unía las confluencias a “La Gran”, y para los moros también quedó algo, que luego no se diga, por eso y después de haber puesto por polvorosa los Pies, siendo por propia voluntad o ajena, siempre les quedó un sitio para lavárselos, y así Avapiés, pasó a ser Plaza donde recurrir en estos casos.
Recuerda esto muy bien, querido nieto, que si perder tuvieras en Madrid un amanecer, que sea por el sueño tras duras disputas con buenas damas o damiselas y en una buena cama, o donde fuere necesario. No siempre el lecho es de plumas, en ciertas ocasiones por valer incluso en la escalera, cualquier sitio si de pica o espada es asunto, siempre envainadas y a punto, limpias las armas, no hay fémina que con buen verbo niegue amoríos, en la suya o en tu casa.

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