Tierno y lánguido yace el camino, amargo y sin alma. Campos de amapolas lucen de rojo teñido el duelo del alba. Solo un pasajero llora en silencio mientras anda el vació.
-Sube al tren de la vida, escucha el amanecer del próximo día. –La voz que le acompañaba.
Cansado y cabizbajo andaba, monotonía que cumplía como promesa al viento que en unas le refrescaba y en otras la sangre helaba.
Un candil al final midiendo el tiempo y espacio sin cambiar la distancia, el eterno viaje de quien no tiene esperanza y sin embargo por tesón, no arroja la toalla.
-Sigue, ya llegará, el destino con otro cuento y buen retoque final –se decía.
El transeúnte de a ninguna parte a la luz del alba cada día llegaba con la misma agonía.
-¡Qué ironía!, siempre brilla el sol, no me calienta y luego da paso a la canícula y al frío intenso que ni siento ni padezco.
-Sube al tren de la vida –vuelve a escuchar en sus adentros.
Mira al cielo, agacha la testa y a su lado contempla el yelmo de un espíritu muerto, descubre que allí nada queda, salvo una senda errada y el fétido olor de un cuerpo descompuesto.
-Cuánto tiempo ha transcurrido y ahora me doy cuenta.
Al fondo aparece un destello, una intensa e inmensa luz ilumina la llanura, le llama sin decirle nada, él sin embargo escucha…
-Sube, sube al tren de la vida.
23 de diciembre 2018